Cuando mi mejor amiga me dijo que estaba embarazada, me puse a llorar. Y no precisamente de alegría. La noche anterior habíamos celebrado su cumpleaños en una coctelería decadente del casco antiguo de la ciudad. Una de sus invitadas, amiga de la infancia y madre de un bebé, le regaló un estuche con varios tests de embarazo. Ella ya no iba a usarlos y mi amiga siempre había querido ser madre. Ahora era su turno. Jaja. Algún día.
Cuando la fiesta terminó, A. volvió sola a casa. Movida por una extraña intuición, se hizo un test. “¿Estás despierta?”, me escribió. Dije que sí y al instante recibí una imagen: un test con dos líneas rojas. Positivo. “No puede ser, está caducado”, contesté. A. no parecía muy convencida de mi teoría pero tampoco la descartó. “Mañana vamos a la farmacia”, dije, y me fui a dormir.
Aquel día habíamos quedado en casa de A. para hacer coworking, es decir, para hacernos compañía mientras cada una trabajaba en sus cosas. De camino me divertí augurando que nos pasaríamos la mañana en su balcón, charlando y fumando innecesariamente junto a los tiestos de plantas secas. El hipotético embarazo de A. era el asunto más entretenido que podía imaginar, por no hablar del regalo envenenado que suponían unos tests caducados.
A. y yo habíamos hablado sobre maternidad en varias ocasiones. Me fascinaba que nuestros posicionamientos cruzados se parecieran a la trama de una comedia romántica. A sus 31 años, ella sabía desde hacía tiempo que quería tener hijos. La vida disipada y los viajes ya no le atraían tanto como antes. Simplemente había tenido suficiente y quería pasar a la siguiente pantalla. Yo, con 37, había crecido bajo la mirada vigilante de un padre hiper protector y nunca sentí un deseo claro de ser madre —era algo que quería en un plano teórico, siempre lejos del presente—. Además, me encontraba disfrutando tardíamente de los excesos de la juventud.
Cuando llegué al piso de A., la puerta estaba entornada. Me adentré hasta el salón y la encontré sentada en una silla, con cara de asombro: estaba embarazada. En ese momento ninguna de las dos nos movimos. Tampoco dijimos nada. Con el abrigo abrochado hasta la barbilla y la mochila colgando del hombro, empecé a llorar. Era un llanto de niña, una rabieta abundante que parecía venir de lejos, aunque eso no tuviera ningún sentido. Me excusé como pude, secándome la cara con las manos — “Lo siento, no sé qué me pasa”—, pero mis lágrimas no cesaban. “¡Qué triste estás!”, alcanzó a decir A.
Y eso fue todo. Pasamos media mañana sumidas en un silencio extraño, ella en el sofá mirando el móvil y yo tecleando en la mesa, dándole la espalda. Mientras A. chateaba con el padre de la criatura, que se encontraba en el extranjero, yo insistía en trabajar según lo planeado. Después A. bajó a la calle y yo me quedé sola en su piso terminando mi tarea, mordiéndome el labio y sorbiéndome los mocos lo más silenciosamente que pude, tratando de cortar el llanto. Mi mejor amiga me acababa de decir que iba a tener un bebé y yo ni siquiera la había abrazado.
Salí de su casa devastada, y terriblemente avergonzada por mostrarme tan devastada. ¿Qué me estaba pasando? ¿De dónde salía esa pena profunda, ese llanto imparable? ¿Y mi actitud de niña egoísta? ¿No se suponía que las amigas están para todo y para siempre? Y esa pregunta, ¿a quién iba dirigida?, ¿a ella o a mí?
Últimamente, cuando estoy demasiado aturdida como para teclear con el móvil, grabo una nota de voz. Es la única forma que tengo de expresarme desde el estómago, la única manera que me queda de pensar —escribir— sin filtros ni pulsiones perfeccionistas. Lo que sigue es un extracto del audio que grabé cuando salí del edificio de A.
“Preferiría que A. no tuviera este bebé. Por varios motivos. El primero es que la quiero para mí. Quiero vivir aventuras con ella, viajar con ella, quiero hacer mil cosas con ella, era mi plan de vida [...] Ahora todo cambiará muchísimo y la voy a echar de menos. La otra razón es que…su maternidad me hace pensar en mi no maternidad. No puedo evitar compararme [...] Estoy triste. Siento que la voy a perder y que voy a ser una de esas personas cobardes que se sientan en un banco y ven la vida pasar creyéndose muy valientes. Porque ella ve su maternidad así, como un acto de rebeldía, porque hoy en día no tener hijos a su edad es lo más sensato, incluso a la mía. Pero ella va a ser una madre joven, va a hacerlo, va a seguir su deseo sin importar lo que digan. Yo no sé si soy rebelde o soy un producto perfecto de mi época, una chica obediente que se cree rebelde y que solo se preocupa de su supervivencia, de su legado creativo y de disfrutar la vida. ¿Qué significa que ella tenga la valentía de tener este bebé, de seguir su deseo? ¿Es comparable mi valentía de no ser madre a los 37, aunque no sienta ese deseo, con su valentía de serlo a pesar del vértigo? ¿No tengo el deseo porque no lo tengo, o porque he aprendido a tener pánico a la maternidad y a verla como una bomba atómica que lo destruye todo? Creo que esto me va a traer muchos quebraderos de cabeza”.
No hace tanto, cuando algo me inspiraba o me golpeaba con fuerza, abría un documento en mi ordenador y escribía rápido para que nada se perdiera. Como si me apresurara a poner un cubo debajo de una fuente mágica de la que brotaba agua unas pocas veces al año, solo que esa fuente era yo.
Hace tres años que no escribo así. El mundo sigue inspirándome pero solo anoto ideas. Nunca termino ningún texto. No publico nada. Durante mucho tiempo he asociado este bloqueo a la tormenta perfecta que me dejó sin padre, sin novio y sin trabajo en un lapso más o menos breve de tiempo. Tanta devastación debió robarme la confianza necesaria para escribir.
Sin embargo el tiempo fue pasando, me fui recuperando y mi rol de periodista y escritora incipiente nunca regresó. De pronto me sentía cómoda a la sombra de la conversación pública. Tampoco me veía exactamente como una víctima, sino como una ermitaña que vivía recuperándose de sus heridas y cuyos duros aprendizajes le conferían una preparación natural para el apocalipsis. Me sentía como si hubiera ido a la guerra y hubiera vuelto con gafas de sol y cara de póquer, con abrigos superpuestos y mandarinas en los bolsillos. Ahora veo aquella época de una forma distinta. Puede que me gustara verme como una vagabunda misteriosa o una actriz secundaria desaparecida — “¿Qué fue de Alba Muñoz?”—, pero solo era la versión actualizada de una mujer mediterránea en pleno duelo.
Durante aquella convalecencia descubrí el placer de otear los debates desde la barrera. Me divertía ser la voyeur de la valentía o la cobardía de otros en las redes sociales, leer sus textos y criticarlos cómodamente desde mi tiempo de reflexión extra. Me mantenía al tanto de todo sin recibir ni una onza de capital social, pero a coste cero. Sin duda, romper con la necesidad de decir cosas interesantes y tener una identidad digital que me gustara fue positivo para mí: la distancia me restó ansiedad y me aportó perspectiva. No obstante, hace tiempo que sé que estoy poniendo excusas. Lo que bloquea mi escritura no son mis duelos, sino algo más profundo, como si ahora tuviera más miedo a exponerme que nunca. Como si en vez de crecer y hacerme más fuerte me hubiera hecho más pequeña.
Lo que quiero decir es que nunca imaginé que fuese a romper mi bloqueo con un texto sobre maternidad. Es un tema que nunca me ha interesado especialmente. De hecho, mi única aportación reciente al respecto es que para muchas mujeres la maternidad está tan alejada de la realidad que se ha convertido en una fantasía sexual. Te gusta un hombre y fantaseas con un vientre redondo y duro, repleto de una combinación óptima de vuestros ADN. Te deleitas notando sus fluidos dentro de ti porque te recuerda la sangre, los órganos y esa peligrosa —y excitante— capacidad reproductiva tuya, un poder que se supone que tienes pero que en el fondo te parece un cuento de hadas. Pura habladuría.
“Otro día más de degradar a mi cuerpo enviando emails y rellenando excels cuando debería haber parido ya ocho veces”. Creo que esta frase sacada de los stories de una joven tuitera habla precisamente de esto. No es que la chica quiera tener ocho hijos, simplemente preferiría tener un trabajo con sentido y vivir sintiéndose más cerca de su cuerpo. Siempre que leo sus chistes sobre alienación laboral-digital pienso que esta chica ha entendido algo de lo que muchas nos dimos cuenta más tarde: algunas mujeres vivimos tan alejadas de nuestra anatomía —el cuerpo como traje articulado de nuestra identidad mental— que nuestros instintos se reducen a colocón biológico cada veintiocho días. Luego nos baja la regla o nos corremos y se nos pasa.
Por supuesto, he intentado sabotear este texto. El mundo no necesita otro ensayo en primera persona escrito con perspectiva de género sobre un tema cíclico que vuelve a estar de moda (¿o es un texto de no ficción escrito por una mujer sobre un tema universal?). En cualquier caso, lo que me impulsa a escribir rápido después de tres años no es ninguna teoría jugosa, sino —y diría que esto me sucede por primera vez— la necesidad de saber lo que pienso, que diría Joan Didion. Pero con una diferencia: este texto no contiene una opinión, sino una decisión.
Desde que aquella mañana me fui de casa de A., todo empezó a precipitarse. Mis días se volvieron extremos y adquirieron los rasgos de una película de acción. Carreras por la ciudad (llegaba tarde por haber estado llorando o por haber perdido la noción del tiempo con algún pensamiento repetitivo), dramáticas heridas en el brazo (mi gato no lleva bien mi estrés) y una tensión atmosférica que iba en claro aumento. Por un lado estaba la relación con mi amiga, que parecía desintegrarse ante mis ojos, y por otro la repentina necesidad de decidir cómo iba a vivir hasta que muriera.
Cuando tienes 37 años, cualquier intento de introspección sobre la maternidad se ve atravesado por dos garfios tensores. El más obvio es el fin de tu fertilidad, y el menos obvio la cruel aleatoriedad de la misma. Hace un año mi ginecóloga me explicó algo que desconocía. Después de valorar la salud de mis ovarios — “De libro. Ahora mismo te quedarías a la primera”—, me preguntó si quería tener hijos. Yo le contesté que ahora no y entonces mencionó la congelación de óvulos. Lo hizo apartando la mirada con disimulo, ordenando los papeles que había en su mesa, con un automatismo o una naturalidad impostada que asocié a cierta compasión. Me explicó que era una buena opción “para chicas con dudas” y me extendió un folleto. Le pregunté por qué debía valorar la congelación si mis ovarios estaban tan jóvenes, y me contestó —esta vez sí, con compasión— que esta lozanía se termina cuando menos te lo esperas. Por lo visto, al nacer las mujeres llevamos programado el número exacto de óvulos de calidad que produciremos a lo largo de nuestra vida, y cuando estos se terminan —sin ningún síntoma que lo indique y sin previo aviso—, empiezan a salir los feos. De modo que mi película de acción contaba con una robusta tensión narrativa: algo malo podía ocurrir en cualquier momento, si no había ocurrido ya.
Por si faltaba añadir algunos efectos especiales, aquellos días se estrenaron dos buenas películas sobre maternidad (La hija oscura de Maggie Gyllenhaal y El acontecimiento, basada en la novela de Annie Ernaux), que dieron lugar a las consiguientes tertulias y podcasts con invitadas de diversas edades abriéndose en canal. No importa que no quieras ser madre o que ya lo seas: los debates sobre procreación son tan complejos y están atravesados por factores tan distintos que se han vuelto interesantes a un nivel filosófico. La maternidad y la no maternidad actuales forman un rompecabezas íntimo y colectivo que puede alcanzar cotas metafísicas —el sentido de procrear ante la destrucción del planeta u otras posibles formas de crear comunidad; el impulso inherentemente esperanzador de la reproducción humana—, y une en una misma ágora a jovencitas y a señoras de cierta edad.
Era evidente que esta vez no podría escapar. Hasta ahora me había resultado fácil mantener a raya la cuestión de la progenie —para seguir viviendo en paz me bastaba con mis fantasías sexuales y con hablar del tema de vez en cuando con mi madre y con A.—, pero el hecho de que me persiguieran todos esos testimonios y dudas reales, y que A. fuera a parir en tan solo unos meses me exigía dar un paso más, como si mi quietud no fuese un posicionamiento válido, sino una actitud infantil, equidistante y cobarde. A. me hacía sentir como una adolescente con canas que juega en la calle sin hacer caso de los gritos que salen de su edificio, y que le preguntan con insistencia qué quiere de postre. Estaba ignorando deliberadamente el ruido del mundo, eludiendo la responsabilidad de pronunciarme.
Toda buena película de acción tiene una vuelta de tuerca que te agarra en el desenlace, un nudo extra que te impide respirar hasta el final. Aquellos días un sms llegó a mi teléfono. Era un recordatorio de la clínica de mi ginecóloga: me tocaba revisión anual.
Antes de tomar la decisión —antes de terminar este texto—, pasé por varios estadios. El primero fue de indignación por verme enfangada en semejante lodazal cuando yo estaba tan feliz y contenta. Es injusto que los hombres no tengan que enfrentarse a este dilema. Se me ocurrió que tendría que existir un Ministerio de la Infertilidad, una institución que efectuara vasectomías forzosas a los varones de cuarenta y pocos, para que compartieran la inquietud que supone saber que cuentas con un tiempo limitado para formar una familia biológica. Además de ideas demagógicas tuve ideas conspiranoicas. Si yo había nacido con un número exacto de óvulos buenos (la reserva ovárica) y existía una forma de contabilizarlos, ¿por qué no podía saber cuánto tiempo me quedaba? ¿Por qué no podían decirme una fecha más o menos precisa para que pudiera tomar una decisión informada? Porque no les interesaba, claro, eso solo nos interesa a “nosotras”. Más allá de la verosimilitud de una confabulación machista y capitalista, de una cosa estaba segura: cada vez más mujeres se veían forzadas a retrasar su maternidad por factores externos, e inmediatamente después, cada vez más mujeres decidían invertir sus ahorros y los de su familia en la industria de la fertilidad.
El siguiente estadio por el que pasé fue tratar de analizar racionalmente mi situación. El índice de éxito de la criogenización de ovocitos (es decir, el número de mujeres que logran ser madres después de descongelar), ronda el 20% en mayores de 35 años. Es un porcentaje bajísimo, pero suficiente para alimentar el mercado de la desesperación por la maternidad eternamente postergada, y para inaugurar un nuevo mercado de la prevención. Hasta que no se instaure socialmente la congelación óvulos a los veintipocos como un gasto familiar equivalente a la ortodoncia, hablamos de congelar con escasas garantías, in extremis y por si acaso, bajo una premisa perversamente sencilla: si te lo puedes pagar, es una tontería no hacerlo. Así vivirás más tranquila.
La ideología y la carne casan mal. Cuando sentimos una llamada física, un deseo que arde en las entrañas, es difícil aplacarlo solamente con nuestros principios. A diferencia de otras prácticas de reproducción asistida, la congelación de óvulos se vende como un servicio de cuidado personal sin demasiadas implicaciones. Un avance como la depilación láser o como ciertas cirugías; una nueva posibilidad. Pero, ¿qué sucede cuando la mera existencia de este avance fabrica un deseo que antes no tenías? En mi caso, se trataría de pagar 4.000 euros por un servicio que me permitiera aumentar ligeramente las posibilidades de cumplir un deseo que no tengo, o que no siento con la suficiente fuerza, en caso de que este se manifestara.
Dos amigas a las que pregunté —una congeló para “comprar tiempo” y otra no lo hizo porque en su caso no serviría de mucho— me dijeron que no me lo pensara y que lo hiciera, que arrepentirme después sería mucho peor. En uno de los podcasts que escuché aquellos días una mujer de cuarenta años que había sido madre a través de un óvulo donado hablaba de un deseo fluctuante: ella no sintió ganas de tener un bebé hasta el último momento, cuando la posibilidad estaba a punto de desvanecerse.
Así entré de lleno en la fase “tengo el dinero”, consistente en hablarlo con mi novio, con mi madre y en hacerme a la idea de que para que el plan tuviera un mínimo sentido tenía que ejecutarlo cuanto antes. Pero en cuanto me ponía en situación y me imaginaba pagando esa fortuna, hormonándome a base de pinchazos, abriéndome de piernas para que me extrajeran mis últimos huevos perlados, me sentía violada. Era como una alienación dentro de otra alienación: obedecer a una fuerza exterior para someterme “voluntariamente” a un proceso médico por la esperable pero hipotética aparición de un anhelo en un futuro no muy lejano. En pocas palabras, sentía como si algo estuviera colonizando mi mente y mi cuerpo.
La última fase por la que pasé, la más larga y compleja, fue la de intentar desentrañar mi propio deseo. Como si me introdujera en una cámara de aislamiento sensorial, cerraba los ojos e intentaba bajar a lo más profundo de mi ser, sin que nada me tocase. Una vez allí, me preguntaba: ¿Qué es lo que quieres realmente? Entonces acallaba mi mente unos segundos, la hacía pasar por todos los rincones de mi cuerpo como un fantasma alargado, y me daba la respuesta más honesta que podía. Yo era feliz en ese momento, con mi novio más joven que yo y mi nueva vida traviesa, mirando de reojo al futuro. Pero, si no le hubiera conocido a él, ¿tendría más deseos de formar una familia? ¿Estaba eclipsando mi estilo de vida actual el hecho de que, efectivamente, soy una señora de 37 años?
Tal vez no se tratase de arrancar un deseo de mis profundidades, sino de hacerme las preguntas correctas sobre mi identidad. Era cierto que siempre me había gustado la vida independiente y que aún soñaba con vivir aventuras, pero también lo era que con el paso del tiempo habían emergido en mí algunos rasgos de mi madre y de mi abuela. Podía ser todo lo punki que quisiera; también era una cuidadora nata que hace sofritos y que a veces ayuda a sus amistades en exceso porque eso le hace sentir bien. Me saldría solo: sabía que adoraría a mi bebé si lo tuviera. Lucharía por él o ella cada día, con un cuchillo en la boca. En definitiva, estaba segura de que sería una buena madre, pero ¿sería feliz?, ¿o solo me sentiría satisfecha y acompañada? ¿Era esa la vida que elegía para mí?
Un amigo mío que ha sido padre dos veces se ofreció a intentar aclarar mis ideas. Llegamos a la conclusión de que no existía ninguna opción que fuera buena al cien por cien. Me dijo que tener hijos trae a tu vida un amor que supera todos los límites, imposible de definir con palabras, pero también te quita libertad. En ese caso, dije, se trata de ser honesta conmigo misma y elegir la opción que creo que me hará más feliz, sabiendo que probablemente algún día sentiré un pinchazo doloroso (tanto si soy madre como si no, en algún momento sentiré nostalgia por el camino descartado). Solo debía prepararme mentalmente para lograr ser feliz a pesar del pinchazo. Convenimos que era absurdo y hasta esquizofrénico imaginar mi vida despojándola de las cosas que ahora la conformaban —mi nuevo novio, mi felicidad— para llegar a una idea conceptual y falsa de mí misma, a una identidad sin tiempo.
Mi amigo me dio un librito para que lo leyera. Era un ejemplar de Yerma, de García Lorca, una preciosa edición forrada en piel azul marino. Recuerdo leer con avidez la obra de teatro y sufrir con la desesperación de la protagonista, que por más que lo intenta no se queda preñada. Ella ansía un bebé y odia a su marido, un hombre enjuto y desapasionado que solo piensa en el dinero. Pensé que mi amigo estaba tratando de reconciliarme con la maternidad a través de la poesía hasta que encontré un personaje secundario que me llamó la atención. Se hacía llamar Muchacha 2, y le hablaba a una vieja y a la protagonista en medio de la calle.
MUCHACHA 2: También tú me dirás loca. “¡La loca, la loca!” (Ríe.) Yo te puedo decir lo único que he aprendido en la vida: toda la gente está metida dentro de sus casas haciendo lo que no les gusta. Cuánto mejor se está en medio de la calle. Ya voy al arroyo, ya subo a tocar las campanas, ya me tomo un refresco de anís.
YERMA: Eres una niña.
MUCHACHA 2: Claro, pero no estoy loca.
Muchacha 2 era un personaje sin nombre pero con identidad. Vivía a la sombra de la protagonista y en los márgenes del pueblecito donde ocurre la acción, pero también era una joven segura de sí misma. Parecía regir su vida con gracia y soltura, con la cabeza bien alta.
Mi identidad no era organizar mi reproducción de forma fría y calculada, quitarle todo el misterio a la vida. Prefería intentar quedarme embarazada a los cuarenta de forma natural, sentir la emoción y fracasar, que entregarme a una industria que seguro iba a triturar mi alma.
Todo empezaba a cobrar sentido en mi cabeza, pero me faltaba algo importante. Me faltaba A.
Llevábamos un tiempo sin vernos. Nuestros mensajes eran fríos y distantes. El nuevo y doloroso escenario me servía de trinchera, de lugar donde guarecerme y defender mi bandera en silencio: “¿Lo ves? Todo ha cambiado”. Aunque lo negara en un plano consciente, seguía sintiendo que A. me había traicionado: era ella la que se había desviado del camino. Pero la luminosidad de esta imagen me impedía ver su reverso: era yo la que se había alejado de A. porque se había quedado embarazada. Sabía que con el tiempo me adaptaría y querría a su bebé, pero necesitaba espacio, me decía, para digerir el gran cambio.
En alguna de nuestras escasas interacciones, A. manifestó que quería seguir siendo ella misma, no quería convertirse en una de esas mujeres que hacen de la maternidad su identidad. Sin embargo, muy pronto una nueva persona irrumpiría en su vida, en nuestra vida, como un meteorito adorable y exigente. Yo seguía hundida, paralizada ante un “abandono” inesperado que me recordaba a otros abandonos inesperados de mi vida. Sabía que A. debía estar triste por nuestro distanciamiento y asustada por la inminente transformación de su cotidianidad, pero un extraño mecanismo de defensa me hacía imaginarla sosegada y satisfecha. Al fin y al cabo, ella siempre había querido ser madre y muy pronto empezaría su nueva vida, la que ella había elegido. Y yo se lo estaba haciendo pagar.
Hay algo de enamoramiento en la amistad. Sobre todo cuando tu amiga es un reflejo mejorado de ti misma. A. es la intelectual joven, brillante y sexy que me habría gustado ser. Creo que ella ve en mí a una filósofa de barrio que da buenos consejos y a la que cuesta engañar. Una perra vieja. Cuando nos conocimos, la conexión fue inmediata. En seguida nos pusimos a tramar planes a lo Thelma y Louise, a fundar productoras con nombres pecaminosos y a reclamar, en un breve viaje pandémico a una isla griega, la supremacía mediterránea.
Cuando te identificas mucho con alguien, cuando alguien se mete tan dentro de ti —de tus intereses, de tu sentido del humor, de tus ambiciones—, duele cuando de pronto no logras entenderla. El deseo de ser madre de A. era una grieta insalvable en nuestra perfecta unión. Sin embargo, aunque me obstinara en creer que ella había cambiado —al menos, era la que había efectuado el gesto insólito y repentino—, seguía pensando que era quien mejor me conocía. A pesar de todo, A. seguía siendo mi espejo más fiel, la que me diría la verdad sobre mí misma.
Recuerdo nuestros escasos encuentros de aquellos días. Todos se produjeron en lugares que no significaban nada para nosotras: una terraza sórdida junto a un montón de coches aparcados —tenían dumplings y A. necesitaba realizar su quinto bocado del día—, una coctelería vacía —las dos pedimos un cóctel sin alcohol cargado de azúcar— y un bar ruidoso al que, para desgracia de A., se le había roto la freidora.
En uno de esos encuentros confesé que me estaba planteando congelar. Y le volví a formular la misma pregunta que le había hecho hacía tiempo, mucho antes de que todo ocurriera: “¿Crees que no deseo ser madre de verdad o crees que me estoy haciendo la longuis porque soy incapaz de enfrentarme a lo que supondría admitir que quiero ser madre?”. “No lo deseas”, contestó A. con la misma seguridad y rapidez de siempre, y quise besarla. Su argumento fue el mismo que aquella primera vez: me conocía lo suficiente como para saber que si quería algo, aunque odiase mi deseo, no podría quitármelo de la cabeza. “Irías a por ello, estoy segura”.
Le dije a A. que me avergonzaba de la escena que monté en su casa el primer día, cuando no pude parar de llorar. Le dije, medio riendo, que había sido la peor amiga. Ella tuvo la generosidad de contestarme que entendía mi reacción, que al menos había sido honesta, mientras que muchas de sus conocidas que tenían sentimientos ambivalentes sobre la maternidad no eran del todo sinceras cuando la felicitaban.
Esa fue una de las primeras veces en las que pude entrever la complejidad de la situación de A., todas las transformaciones vitales a las que se estaba enfrentando mientras su vientre crecía a una velocidad constante. Me contó que temía que la gente estuviera dejando de proponerle planes, como si ya la dieran por acabada. Y otro día formuló la frase que resumía toda la angustia y la soledad que las dos atravesábamos desde hacía semanas: “Cuando alguien te dice que está embarazada, en lo primero que piensas es en ti”. Ella misma lo había experimentado mucho antes de saber que iba a ser madre. Alguien le daba la buena nueva y ella la recibía como una flecha en su vientre desocupado. Esto no solo le ocurría a las mujeres que querían tener hijos, dijo A., sino también a las que dudaban y a las que habían decidido que no querían. Incluso a algunos hombres.
¿Qué tiene la maternidad ajena que nos señala y nos traiciona tanto? Todo el tiempo nos exige que confirmemos que no queremos usar el poder precioso. El poder precioso tiene la particularidad de quitarnos el control total sobre nuestras vidas, rasgo que para algunas lo vuelve aún más precioso. Para otras, en cambio, es un amor que abruma de solo imaginarlo, que ahoga, que no cabe, que no sale hasta que ocurre, si es que sale. Es como una de esas casillas que te obligan a marcar cuando compras algo por internet: “No quiero recibir fantásticas ofertas y promociones”. Cada vez que alguien te dice que está embarazada, tú debes marcar esa casilla— “Seguir sin utilizar el poder precioso”— y continuar por una senda de arbustos que te arañan las piernas y en el fondo no sabes qué traerá, pero que al menos te resulta conocida.
Al principio de conocernos, A. me enseñó este cuento de una sola frase de Lydia Davis. Se titula ‘Doble negación’:
En cierto momento de su vida, comprende que no es tanto que quiera tener un hijo como que no quiere no tener un hijo o no haber tenido un hijo.
Puedes desear el deseo. Puedes gestarlo. Puedes hacer que el deseo sea tu primer bebé antes de tener un bebé. Puedes esperar a que nazca en tu primer parto. Cuando hablamos de las fuerzas de la procreación, de la poderosa inercia que empuja nuestra existencia como especie, tal vez sea más difícil no hacer que hacer.
El deseo es un milhojas imposible de observar sin hacerlo pedazos con las manos. No hay forma de saber si es puro o fruto de la socialización y la influencia de tu tiempo. Puedes intentar ser brutalmente honesta contigo misma, pero tu deseo será siempre una construcción hecha de decenas de capas y cuevas inaccesibles, una obra de ingeniería poderosamente simple, como la propia maternidad.
No puedes limpiar las sombras e impurezas porque tu deseo es la sombra y la impureza misma.
Intentar descubrir qué quieres o si realmente quieres lo que crees que quieres no tiene nada de malo. Pero hay un momento en que la búsqueda debe detenerse, y es el momento en el que te sabes perdida. Te das cuenta de que esa nueva idea fecundada artificialmente lleva un tiempo dando bandazos dentro de ti, sin acomodarse.
No puedo saber si mi deseo cambiará, pero si lo hace, seré la primera en saberlo. Ahora sé que lo quiero nunca está fuera, sino dentro. Y que el silencio también es una respuesta.
Me acerco al final de este texto y eso significa que ya sé que no voy a congelar mis óvulos. A. está de cinco meses. Me ha dicho que será una niña. He visualizado su cara y le he comprado un monito de trapo azul. También he imaginado una sillita de bebé en el asiento trasero del descapotable polvoriento de Thelma y Louise.
En todo este tiempo he entendido que no fue el embarazo de mi amiga lo que me hizo sentir miserable. Fue la existencia de la industria de la congelación lo que me hizo desconfiar de mí misma hasta el extremo, hasta de dudar de mi identidad y de las decisiones que había tomado en los últimos años. En una sociedad atravesada por la multioferta y el exceso de estímulos, en la que algunos deseos se han convertido en derechos previo pago, es fácil sentir que te diluyes en un magma sin rostro y que empiezas a vacilar, cuando es probable que lo que esté ocurriendo es que estás dejando de pensar por ti misma.
“No me haré el test de reserva ovárica por el mismo motivo que no quiero saber el día en que voy a morir”. No se lo dije así a mi ginecóloga, pero le transmití la idea. Durante mi visita anual le expliqué mi decisión y ella asintió defensivamente: “Yo solo quiero que quede claro que se te ha informado de la realidad de tu situación, que luego vienen llorando y diciendo que no las avisaron”.
Salí de la clínica ligera y con una sonrisa nerviosa en los labios. Soy consciente de que mi decisión puede parecer inmadura. Muchas pensarán que me arrepentiré y tal vez así sea, pero estoy preparada para asumirlo, al menos por ahora.
Mi decisión de no congelar óvulos—mi equivocación, si quieren— me ha devuelto una fuerza perdida. Lo que he hecho ha sido romper la lógica que une un servicio preventivo y una cantidad de dinero en mi cuenta. No funciona para mí.
Lo que hizo A. fue quererme y enseñarme a quererla en el disenso, volver a poner el espejo translúcido entre nosotras.
Lo que hizo fue congelar mi libertad.
Lo que hizo fue decirme que aunque le encantaría que tuviera un bebé y paseáramos juntas con nuestros carritos, prefiere que sea una orgullosa Muchacha 2 que es dueña de su vida, que aparece poco pero habla alto.
He vuelto a escribir, A.
Este es mi bebé y tú eres su madre.
Me ha encantado el texto. Yo pasé 6 años de tratamientos luchando por descubrir si mi deseo por ser madre era más un empeño que un deseo. Y tampoco pude escribir en ese tiempo. Gracias por esto.
Soy madre de 2 bebes uno de 16 y otra de 4 meses, tengo 30 años y actualmente muy poco tiempo debido a la crianza. Sin embargo, cuando he recibido la newsletter de Erika y he pinchado en tu link he vuelto a conectar con mi YO fuera de la crianza. He devorado tu texto. Me encanta. Me gustaría releerlo (quizás en la siguiente siesta de mis bebes). Me pareces una gran escritora, espero que algún día publiques un libro. Lo comparto porque de verdad que creo que las mujeres de hoy en día necesitamos textos así, VERDADEROS.
Gracias Alba, no dejes nunca de contar lo que sientas.