Como cada mañana, la mujer salió de su casa en Ksani, Georgia, con una pequeña hacha en la mano. A pesar de su avanzada edad, cruzó los raíles abandonados con facilidad y se adentró en el bosque. Aquel día, una textura lisa y brillante llamó su atención entre los arbustos. Nunca había visto nada parecido, tan grueso y nuevo. Con premura empezó a cortar la superficie, dejando al descubierto un interior lleno de tubos de plástico y cobre. Era su día de suerte: con eso tendría para vivir al menos durante el resto del mes.
Sucedió el 5 de abril de 2011. Durante su recolección diaria de chatarra, una georgiana de 75 años seccionó un enorme cable de internet, dejando a toda Armenia sin conexión durante horas. Es una de mis noticias favoritas. Cuántas veces habré imaginado el cuerpecillo enjuto de la anciana —muchos medios publicaron su foto, pero ninguno informó sobre su nombre— moviéndose entre la maleza y los vertederos improvisados, canturreando inadvertida. Cuántas veces habré soñado que ¡zas! nos liberaba con su inocente hachazo. Sin embargo, el cuento ha perdido un poco su magia, como si alguien me hubiera revelado una verdad no solicitada.
Ahora que estamos inmersos en lo que podríamos llamar el primer tímido éxodo de las redes sociales, y esa desconexión se siente más necesaria y posible que nunca —las plataformas no sólo nos aburren y nos atrofian, sino que se han convertido en el tablero de juego de los tecnobros por el dominio del mundo—, comprendo que no es tan fácil y que el hachazo de la anciana no serviría de mucho: el cable va por dentro.
Mirar el móvil de forma automática, sin buscar nada concreto. Mirar el móvil mientras atiendo a otras cosas, como una conferencia o una película. Mirar el móvil como un acto inconsciente, como respirar. La compulsión de la mano y la mirada es conocida pero hoy quiero hablar de otra menos visible. Quiero hablar de la zona del cerebro que se me ilumina cuando me veo guapa con unas gafas de sol prestadas, cuando me ponen un plato rebosante delante, cuando veo una gaviota destripando a una paloma en una calle de Barcelona, cuando leo un párrafo perfecto, cuando la silueta cimbreante de un amigo baila frente a mí a contraluz.
Cuando todas estas cosas bellas, interesantes, inspiradoras, importantes, ocurren delante de mis ojos, se me activa el deseo de inmortalizarlas. Pero, ¿cuál es la diferencia entre el registro personal y el material para contarlo? ¿De dónde viene el impulso de convertir lo que siento en algo, ya sea un recuerdo o un post? Estas fotos, vídeos, notas, ¿son un diógenes vital, una pulsión enfermiza y ciega, o más bien algo banal e inocente, como una colecta distraída de conchas en la playa? ¿Hay, en el mismo acto de inmortalizar el momento, la producción de un significado propio pero escindido?
Últimamente pienso mucho en aprender a vivir sin contarlo. De pequeña, cuando encontraba un objeto maravilloso, a menudo corría a enseñarlo, como si me quemara en las manos. Sin embargo, otras veces me guardaba los nuevos tesoros en el bolsillo. La mayor parte del tiempo lo pasaba sumergida en mis pensamientos, sin ser consciente de que me habitaba. Mis significados iban conmigo, como joyas cosidas en la parte interior del abrigo, y sólo cuando se daba la ocasión, clara y precisa, pensaba en compartirlos.
No es el exceso de dadivosidad, de publicaciones o ideas de publicaciones en las redes lo que me obsesiona —al fin y al cabo, somos seres sociales y en el acto de compartir hay siempre un envolverse en ello, un regalo a los demás que ilumina el propio rostro—, sino la forma en la que el móvil cambia mi percepción del mundo, como si hubiera pasado de estar a las puertas de un bosque insondable a un supermercado repleto de opciones.
Hace poco aprendí que después de cepillarnos los dientes no deberíamos escupir el dentífrico, porque de ese modo nos estamos deshaciendo de su efecto anticaries. Eso me dio una idea.
Si quiero aumentar mi presencia física y olvidarme más del móvil; si quiero reducir mi dispersión y aumentar la concentración gozosa en mi cuerpo, en mi mente, tengo que inventarme un algoritmo analógico. Mi prototipo es el siguiente: Si veo una escena maravillosa, o de pronto entra por la ventana algo único y resplandeciente —pongamos que un escarabajo gigante verde con poderes mágicos— y siento el impulso de atraparlo, de mostrarlo inmediatamente, debo recordar que al hacerlo estaré apagando sus efectos, estaré arrancándolo de mí antes de tiempo, como cuando me enjuago con agua y escupo la pasta de dientes.
Vivir zarandeada por el río bravo de internet es lo más parecido a estar en coma. No hacer nada, resistir la tentación de producir algo, se siente como un incierto acto de concentración profunda. Simplemente debo entrenar mi algoritmo analógico, esa musiquilla interior de la nada, alimentar la flora bacteriana de mi mente arrasada. Ser menos avariciosa y más ladrona. Si no dejo que las cosas buenas me sobrevuelen, permanezcan en mi bolsillo, se van sin dejar rastro.
Imagen: escultura de Salman-Khoshroo
Sin duda, se pierde algo cuando intentamos capturar el presente para siempre. Solo con ese simple pensamiento nos alejamos de ese preciso instante. Un día, cuando me quedé sin batería en mi móvil mientras veía un atardecer increíble, alguien me dijo que tomara una foto mental. Desde entonces, elijo tomar fotos mentales cada vez que me encuentro con esa magia. Solo con el paso del tiempo, que actúa como un limpiador de caché automático, me doy cuenta de cuáles son los verdaderos tesoros.