Probablemente, lo mejor que hice en 2022
Mear es una cosa muy física pero también muy mental
Hace unos días, mientras me recuperaba un disgusto que me dejó tiritando, me di un capricho narcisista. Mandé cinco fotografías mías a una inteligencia artificial para que creara otras versiones de mí, albas de otros mundos a las que pudiera admirar como una forma indirecta de autoestima. La web generó decenas de imágenes y quedé fascinada: en la mayoría aparecía ligeramente estrábica y ligeramente más bella. La IA me había imaginado en un 90% ciberpunk, como una Sigourney Weaver descafeinada que sin embargo lograba acelerarme el pulso. Lejos de temer qué haría la empresa o gobierno de turno con mis rasgos faciales, me pregunté en qué contexto podría publicar aquellos retratos de fantasía sin parecer demasiado egocéntrica. Pues bien, creo que he encontrado la excusa perfecta.
Pocos días después del disgusto, G. me dejó las llaves de su casa familiar para que pasara allí el fin de semana. La casa está en Igualada, suficientemente lejos de Barcelona como para propiciar una mínima regeneración celular. Hice lo que suelo hacer en caso de huida ansiosa: comer el menú del Ateneu, intentar dormir la siesta durante mucho rato, pasear fingiendo que soy de allí, habitar la casa como si fuera mía.
G. llegó el domingo por la tarde. Quería acercarme en coche a la estación. Conversamos. Ella se bebió una cerveza chilena y yo un rooibos con jengibre. Antes de salir hacia la estación fui al baño dos veces: tenía la típica meadera transparente y abundante y por un momento dudé si había sido yo la que se había bebido la cerveza. Nos abrazamos en el andén, y cuando las puertas del tren se cerraron ya me estaba meando otra vez. Entré en pánico —me esperaba una hora y media de trayecto—, pero enseguida me tranquilicé: estaba un Ferrocarril Català de la Generalitat y aquí había un decoro y uns serveis mínims garantizados. Miré a lado y lado —era un tren de un vagón— y vi un círculo rojo encendido. Aliviada, fui hacia él. “Fora de servei”. Forcé la manilla. “Fora de servei”. Tomé asiento y le escribí un whatsapp histérico a G. Me dijo que intentara concentrarme en otra cosa, pero yo sabía que ella sabía que estaba perdida: aquel era el último tren de la tarde, no podía bajar y coger otro. Me acababa de adentrar en las puertas del infierno.
Los Ferrocarrils son como el metro: puedes seguir las paradas en forma de puntos luminosos. No podía mirar otra cosa y era lo peor que podía mirar.
Los Ferrocarrils son como el metro: las puertas se abren y se cierran a gran velocidad. No me daba tiempo a bajar al andén, ponerme en cuclillas y apretar. Tampoco podía agarrarme a la barra, poner el culo en pompa y amenizar a los viajeros con el primer pole dance urinario de sus vidas. Las puertas atraparían mis nalgas temblorosas y todo habría terminado: el tren no podría seguir su camino, todo el pasaje me odiaría y me haría fotos.
Pasaron 20 minutos. Sabía que si hacía el esfuerzo de aguantar, en cuanto bajase del tren empezaría a mearme encima sin poder evitarlo. Daría vueltas por la estación como una desquiciada, hablando un idioma extraño y con lágrimas en los ojos mientras un río caliente me bajaría sin remedio por las piernas. ¡Puto rooibos con jenjibre! Me había convertido en una vaca diurética y había estropeado mi fin de semana de recogimiento y meditación.
Alba, piensa.
En la mochila llevaba una botellita de agua. Pensé que cualquier tío en mi situación se la sacaría y mearía dentro. Yo podía hacer lo mismo. De hecho, no tenía otra opción. Cuando el tren se detuvo, vacié la botella por la puerta y volví a mi asiento. Enfrente tenía a una señora absorta en la pantalla de su móvil. Usaba auriculares de cable. Al otro lado del pasillo una chica hacía scroll con cascos inalámbricos y, delante de ella, un hombre negro con boina mantenía la vista fija en el horizonte. Él también con auriculares sin cable.
Me cubrí las piernas con el anorak, eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos. Empecé a bajarme los leggins lentamente, hasta encima de la rodilla. Agarré la botellita de Lanjarón y empecé la prospección. Varias cosas: una se encuentra el clítoris fácilmente, pero la uretra es otra historia. Sabes que está ahí pero no la sientes, no al menos hasta que empiezas a mear. Calculé un margen de error del 35%, ya que el cuello de la botellita no daba para tanto. Estuve media hora con una mano bajo el anorak, las piernas abiertas y los ojos cerrados, apartándome las bragas y palpándome con una abertura de plástico. Otra cosa: el plástico de las botellas de Lanjarón es especialmente fino y ruidoso, cada ajuste crujía como un demonio. Si no hubiera vivido en la era del 5G, todo el mundo habría pensado que me estaba masturbando en el tren, y nada más lejos. Es extraño que las caras de dolor y de placer puedan parecerse tanto.
Cuando me sentí más o menos segura con la geolocalización de la botella, comprendí la importancia de ejercer la presión justa: si no quería que se me escapara ninguna gota, debía apretar pero no demasiado, de lo contrario podía generarse un efecto ventosa. Estaba ante una obra de ingeniería de gran envergadura, y tras meditarlo llegué a la siguiente conclusión: si al iniciar la transmisión de líquido se producía una pequeña fuga, podría corregir la orientación del receptáculo con relativa rapidez.
Hechos todos los cálculos, empecé a prepararme mentalmente para orinar en público dentro de una pequeña botella. Porque mear es una cosa muy física pero también muy mental. Imagino una especie de membrana hecha de neuronas y músculos que se abre y se cierra a la mínima.
Al principio sentía una gran roca obstruyendo la salida, pero se fue derritiendo como un terrón y el líquido fue subiendo y subiendo, hasta que sentí el plástico pesado y caliente en mi mano, el río en mute bajo mi anorak.
Estaba en éxtasis. Sé que sonreí por el descanso físico pero sobre todo por la victoria. Cuando enrosqué el tapón, la hazaña me parecía aún más difícil de creer: botella hasta arriba de pipí casi transparente, ni una gota fuera, máxima discreción. Aquello era autoconocimiento genital. Aquello era mindfulness. Aquello era poder. Salté del vagón con la vejiga vacía y el cerebro nadando en serotonina. Saqué una foto de la botella y la lancé a la papelera. Volví a casa, besé a mi novio, se lo conté todo como si acabara de sobrevivir a un tiroteo. No diré que la desgracia fue mi medicina ni que aquel reto me permitió volver a sentirme bien. No lo diré porque lo único que quería era publicar mis retratos de fantasía.
Este texto fue un post de Instagram.
Yo también me meé en un autocar cruzando media Tailandia. No fue tan glamuroso con en los Ferrocarrils, es decir, que el autocar con asientos tapizados llenos de mierda, acompañaron la escena. Le pedí varias veces al conductor que parara, pero no me hizo caso y entonces intenté mear en una botella de agua como tú, pero el pavimiento tailandés deja mucho que desear y sólo pude conservar una prueba, como la de potecito cuando nos hacen la revisión ginecológica, El tema es que te quedas descansando y éso no tiene precio.