Liquidación
Somos muchos los que hemos empezado a desconectar de una idea abstracta de éxito. Ahora pensamos en monedas
Cada año lo mismo: no entiendo la Lotería Nacional. No entiendo por qué se venden tantas copias de un mismo número y otros se quedan sin vender, que si la pedrea, que si las terminaciones, que si no sé qué. La ínfima posibilidad de que me toque es el menor de los misterios para mí. Sin embargo, cuando llega el día del sorteo y me dispongo a comprobar los décimos regalados, mi corazón empieza a trotar como un caballito. Algo similar me ocurre con la liquidación de mi primer libro, un mail que llega a principios de año con el cómputo total de ejemplares vendidos y la suma de los beneficios para la autor. Me hace una ilusión tremenda recibir esos euritos. A diferencia de cualquier salario, la emoción se parece a vender mi primera pulsera de hilo en la calle. Escribo a la editorial para saber cuándo llega el recuento: "Tendremos que comprobar si te corresponde algo", responden. "Piensa que las ventas se restan del adelanto que te dimos". Jarro de agua fría: por eso se llama adelanto.
"En serio, ¿por qué existe la industria editorial?", gruño por audio a una amiga escritora. "¿De qué se alimenta este negocio? ¿De nuestra incapacidad para estar calladas, de nuestro ego?". Paso la mañana caminando rápido, agitando mi cuerpo como una coctelera llena de ingenuidad e indignación. "Muy poca gente llega a lucrarse con un primer y único libro", responde, sosegada, mi amiga. "Además, si escribiéramos por dinero haríamos otra cosa".
Entiendo lo que quiere decir. Ni mi amiga ni yo escribimos pensando en las ganancias. Principalmente, lo que nos mueve es no poder no hacerlo. Y la necesidad de bajar a los infiernos, poner en palabras aprendizajes complejos, dilatar ideas, sensaciones, tramas. Detrás de esa locomotora creativa está el deseo de ser leídas, y en el último vagón, el afán de reconocimiento. ¿Cuál debería ser, entonces, el pacto entre creación y dinero? Lo sé, la pregunta no es nueva. Al escribir de un modo profesionalizado, ¿el arte muere? Las librerías exponen los textos producido por personas pudientes, agonizantes. Pero pobres, ¿nunca?
La industria editorial es extravagante. Una empresa del libro apuesta por un autor y compra los derechos de su manuscrito dándole un adelanto, normalmente, exiguo. Después, esa misma editorial invierte dinero en editar, imprimir y colocar la obra en el mar de novedades, que no es poco. Pasado el año, al hacer caja y comprobar que no ha sido un best seller, se le da al autor una palmadita en la espalda, y así hasta que haya compensado el adelanto que le dieron en su día. A menudo, en este juego de apostar por talentos nuevos, las editoriales pierden dinero. La cuestión es que, para convertirse en autor, el escritor debe atravesar un intrincado proceso de marketing y medios. Si tiene suerte y quieren publicarle, deberá aceptar que su manuscrito se convierta en una ofrenda al Dios de los libros, una ofrenda con la que obtendrá el derecho a ser leído, a existir. Así, la escritura se convertirá una adicción que alimentará su alma pero no su estómago, una actividad más relacionada con lo intangible que con la idea de un trabajo remunerado.
En Una casa propia, Deborah Levy narra la época posterior a su divorcio y la marcha de su hija pequeña del hogar. A sus 60 años, apenas escribe sobre el síndrome del nido vacío: lo que ocupa sus páginas es la obsesión por comprarse una casa en el mediterráneo. Ante el obstáculo financiero —vive de escribir—, Levy concluye que sus libros son sus únicos bienes raíces, su único testamento, un hogar intangible sin vigilantes ni perros ladradores como los de las casas de sus amigas pudientes. En realidad, lo que la mantiene viva es el sueño de esa casa imposible. Una ambición apasionada y pegajosa que, más que nublarle la vista, se la despeja.
Aquellos a quienes torturé con mi rabieta de principiante se preocuparon por advertirme que, en caso de no recibir ni un euro, debo recordar me han pasado cosas buenas, que el camino es largo y que ni se me ocurra dejar de escribir. Lo que yo quería decirles, en realidad, no es que todo esto me parezca injusto, que también, sino que somos muchos los que hemos empezado a desconectar de una idea abstracta de éxito. Ahora pensamos en monedas. Sabemos que puede haber más libertad en convertirse en una máquina expendedora de historias que una autora en tour permanente. Abrazamos la materialidad, pero no como un nuevo impulso de posesión o consumo insaciable, sino como un acto poético y esencial, una forma de conectar con la verdad del mundo y desechar otras formas de capital enfermizo. "Ahora me dan asco los sueños, quiero cosas reales, gente viva a la que agarrar, a la que ver y con la que hablar, música que haga agujeros en el cielo", escribió la pintora Georgia O'Keeffe, admirada de Levy, en una de sus cartas. Ella también pasó media vida buscando un hogar para crear. "Soñar es bonito, pero lejano. Pedir, hacer, en cambio, suele producir un efecto", escribió hace poco Sabina Urraca en su Instagram.
En este mundo en descomposición, es normal que nazca una nueva divisa, un nuevo equilibrio entre la materialidad y los sueños. Del mismo modo que sabemos que el mundo virtual está hecho de toneladas de minerales y agua, o que intuimos que la IA es una herramienta perversamente humana, empezamos a entender que pedir dinero es algo natural e incluso bello, en tanto que al reclamarlo lo despojamos de su poder místico. El like, la visibilidad y esos polvos de hada son territorio quemado, cenizas en el cielo. Y a todo esto, el mail sin llegar.
La industria editorial es perversa como cualquier otra, sin embargo la cosa está cambiando. La era digital la está ahorcando. Deberá mutar o morir. Creo que hay una luz al final del túnel y sino, seremos nosotros quienes pongamos las linternas