Gambito de damas
Antes me preocupaba que discutiéramos tanto. Ahora creo que si seguimos juntos es porque nos gusta discutir
Vivo con un hombre turco. Entre otras cosas, es jugador semiprofesional de ajedrez. Llegó a ser una joven promesa de su país. Entrenaba con un maestro de Azerbayán y participaba en campeonatos, hasta que un día se cansó de competir. Según él, las partidas duraban demasiado. Lo suyo es el blitz, la modalidad a contrarreloj. Desde que le conozco juega todo el tiempo en una app de su móvil, con más intensidad cuando la vida le aburre o le abruma. Juega en el baño, en la cama, en la cola del cine, en eventos culturales a los que se ha dejado arrastrar, incluso frente a platos de comida humeante. No entiendo cómo puede relajarse así, poniendo su mente bajo tanta presión. Se lo digo: en vez de exigirse tendría que soltar, aprender a dejar la mente en blanco. Le digo que no le entiendo pero en el fondo sí lo hago. Nuestra relación es un poco así, tozuda y mentirosa. Parece que somos demasiado distintos, que insistimos en conversar sin una lengua común, pero en realidad nos comunicamos en un código encubierto, subterráneo.
Antes me preocupaba que discutiéramos tanto, me parecía problemático. Ahora creo que si seguimos juntos es porque nos gusta discutir. Aunque las disputas son algo que cuesta poner en valor —agotan, no siempre se producen en el mejor momento y parecen un claro síntoma de incompatibilidad—, diría que son lo que nos mantiene unidos. Actúan como una válvula de escape, pequeñas partidas de ajedrez con las que podemos desestresarnos gesticulando dramáticamente, desplegando nuestras ideas y orgullo contra el otro. No siempre son enfrentamientos civilizados: las rencillas sentimentales se cuelan entre opiniones sobre política migratoria europea o el sacrificio masivo de perros callejeros en Estambul. A pesar de todo, nuestras controversias tienen siempre algo bueno, y es que nunca se quedan en meros estallidos o diálogos inacabados. Sencillamente, nunca las dejamos a medias. Necesitamos vencer, ser vencidos o quedar en tablas. Es agotador, pero es nuestra manera. Y tiene su recompensa, ya sea en forma de victoria pírrica o de dulce resquemor, como cuando aprendo algo.
Esto a a el jugador no se lo he dicho nunca —no se le da munición al adversario—, pero me gusta cuando señala cosas feas de mí, como el hecho de que él me escucha más que yo a él —sabe cuando callo sin dejar que sus palabras me penetren—, o cuando señala una rigidez mía que niego de primeras, para ganar tiempo, pero que con el paso de los días me veo obligada a admitir silencio. Por ejemplo, gracias a él he descubierto que tengo una aversión irracional a los negocios. Al parecer, soy partidaria de las huchas, el inmovilismo y la acumulación. Los turcos son comerciantes y eso no significa que sean más capitalistas que yo. Otro ejemplo es mi europeísmo ilustrado, muy plano para alguien que está más en contacto con el misticismo del Este. “Pero tú no eres religioso, y yo soy más espiritual que tú”, le rebatí. Sin embargo, el misticismo al que se refería era otro, uno que le costaba definir. “Inténtalo”, le pedí, y tras un minuto de silencio señaló tres puntos. El primero tiene que ver con la conexión entre cuerpo y la mente. Pese a mis intentos de hacer yoga con regularidad, según él vivo en mi cabeza escindida. Mis paseos están llenos de utilitarismo, son sólo una forma de ir de un punto a otro con cierta prisa, a menudo repasando cosas mentalmente o tecleando en el móvil. Pese a ser mucho más ineficiente que yo en términos occidentales, cada mañana el jugador extiende una esterilla en el salón y se entrega a una especie de gimnasia turca: estiramientos y respiraciones lentas con los ojos cerrados. El gato y yo nos movemos a su alrededor, pero él no se inmuta. Debajo de los párpados, sus ojos están en blanco. Los místicos saben que el movimiento del cuerpo conduce al movimiento de la mente, y no al revés. No hace falta ser derviche para integrar la dimensión física, de verdad, en el día a día.
El segundo punto tiene que ver con el silencio, con la escucha verdadera, con la que comulgo pero que me cuesta poner en práctica. Por último, el misticismo tendría preferencia por las fuentes originales del saber, por cierta jerarquía en la transmisión del conocimiento. Según el jugador, los occidentales estamos obsesionados con aprender a partir de nuestra propia experiencia, como si ésta contuviera más verdad que los saberes acumulados en el tiempo. Esto, sin embargo, tendría algunas excepciones. Dice el jugador que las mujeres somos mejores estrategas porque hemos tenido que sobrevivir en los márgenes. Sabemos lograr objetivos mientras fingimos que son otros los que vencen, sabemos atacar sin que el enemigo sospeche, usando tempos y movimientos muy distintos de los que utilizan los reyes y los ejércitos.
Esto me llevó a pensar en nuestras últimas conquistas —la rápida expansión de los feminismos por la tierra conocida—, y en el momento que vivimos ahora. Es posible que muchos errores estratégicos hayan tenido que ver precisamente con ser demasiado visibles, con la publicidad capitalista y el marketing institucional, con una estética más que con una ética, con querer tener razón más que con transformar. Con comunicar pequeños avances administrativos que son importantes pero no trascendentales para una mayoría social sufriente, entre la que también se incluyen las mujeres y los colectivos minoritarios. Con un poder sediento de abrazar lo nuevo —nada nuevo aquí— y con una hipnosis colectiva hacia la visibilidad.
El tiempo nos ha enseñado que el protagonismo no equivale a poder. Que quizá, para según qué cometidos ambiciosos, la estrategia podría ser otra. Ahora que las filas del ejército enemigo brotan por todos lados, que los líderes sedientos de venganza seducen a los jóvenes con banderas de un futuro antiguo, quizá tengamos que hacer eso tan poco intuitivo pero certero: replegarnos y pensar. Tramar un plan lejos de los atriles y los focos.
Le pregunté al jugador si en ajedrez existe una jugada equivalente a la estrategia femenina de la que hablaba, y dijo que sí. En ajedrez existe la apertura del gambito. Se trata de un ataque indirecto, ejecutado desde las sombras, en el que se sacrifica una pieza para conseguir una ventaja determinante, ganar tiempo o debilitar al enemigo en las siguientes jugadas. Nos quedan todas las partidas. Tenemos el gambito de las damas.
Qué bonito cómo está hilado el texto para llegar al final político.