Escrivir
Me resulta imposible estar siempre en el mundo de los textos: me pongo nerviosa, me mareo, pierdo el hilo
Llevo toda la vida escribiendo. Escribiendo para que me lean. Aprendí a hacerlo de forma prematura con un único objetivo: pedir un perrito a los Reyes Magos. El perrito nunca llegó, pero yo insistí año tras año, y eso hizo que fuera perfeccionando la técnica. El primer texto que escribí fue, pues, meramente utilitario, un medio para conseguir algo. Después pasé a los textos-obsequio: los poemas como regalo de cumpleaños. Descubrí que los poemas eran baratos y también los mejores regalos. Al menos, los que gustaban más a los adultos. Cuando leía, todos me miraban asombrados. Los destinatarios de los versos lloraban. Decidí que tenían que llorar siempre. De lo contrario, significaba que el poema no era bueno. Para arrancar el llanto desarrollé un método: tenía que saber qué cosas me gustaban de verdad de esa persona, lo que echaría de menos. Para saber qué cosas eran, cerraba los ojos e imaginaba que se moría. Al utilitarismo se le sumó, entonces, un efectismo de pequeña artificiera. La última fase de mis inicios como escritora consistió en componer historietas para lograr la atención de mi padre. Si le llevaba unos folios grapados, dejaba lo que estuviese haciendo. Lo hacía de un modo automático, sin rastro de fastidio. Era como acertar con la contraseña que abría sus compuertas. Cuando entre en la adolescencia, me pasé a los diarios con candado, después a los blogs, me hice lectora a mi manera, me hice periodista, y seguí escribiendo hasta hoy.
Hasta que publiqué mi primer libro, no empecé a pensar lo que significa para mí escribir, o ser escritora, que tendría que ser lo mismo pero por algún motivo no lo parece. Hasta hace poco no empecé a preguntarme qué tipo de escritora soy, qué lugar ocupa la escritura en mi vida. O quizá debería decir literatura. Porque yo trabajo escribiendo cosas que no son literatura, ni siquiera periodismo. El año pasado Polilla salió a la luz y mi vida no se ha transformado en la de una escritora, en lo que yo imagino que será. Se supone que sólo las personas ricas pueden dedicarse únicamente a escribir. Sin embargo, convertirme en autora me ha puesto en contacto con una civilización intermedia, más precaria pero puramente literata a mi modo de ver, que sería la formada por aquellos que escriben sus libros pero también otros encargos, editan, dan talleres, charlas.
Lo he ido verbalizando los últimos meses: no me siento una escritora-escritora, en el sentido de que creo que me costaría vivir en contacto permanente con la literatura, la mía y la de otros. Necesito trabajar en otros asuntos, estar a otras cosas que no sean producir o leer o pensar libros. Lo fui diciendo hasta que alguien me dijo que tal vez eso me pasaba por una cuestión de clase. Que, de algún modo inconsciente, yo necesitaba trabajar en algo “real” (la persona hizo las comillas con los dedos) para sentirme útil, para sentirme cómoda. Supongo, musité.
La verdad es que siempre he necesitado salir al mundo para, después, encerrarme en la escritura. Pensaba que la razón era un exceso de energía, una cuestión de genética familiar. Me resulta imposible estar siempre en el mundo de los textos: me pongo nerviosa, me mareo, pierdo el hilo. Otra lectura de este síndrome sería que, en el fondo, siento que dedicarme por entero a escribir supone vivir a unos centímetros del suelo, llevar una vida más contemplativa, con menos contacto con lo material y a más distancia de la mayoría. Por eso, supongo, yo necesito trabajar en otras cosas. Y por eso voy siempre con la lengua fuera, sufro haciendo a trompicones lo que siempre he hecho (escribir), y lo que llevo años esperando hacer sin interrupciones: Escribir.
Hace poco fue Sant Jordi en mi tierra y la Noche de los Libros en Madrid, y la elegía se repetía entre los menos consagrados: qué difícil sacar tiempo para escribir. Lo decían también algunos miembros de la civilización intermedia. “Pero tú estás más en contacto con lo literario”, contesté yo, “siempre aprendiendo de otros, siempre nutriéndote con otras voces y maneras de hacer. Yo, en cambio, vivo desconectada”, dije con pesar, como si algo me forzara a ello. “¿Se puede escribir sin vivir?”, pregunté una de aquellas noches, consciente de la trampa que encerraba la pregunta. “Es que yo conozco escritores que no han estado nunca fuera de sus mundos confortables, que leen muchísimo, y cuando les leo, tengo la sensación de estar ante una especie de regurgitamiento. Como si su escritura surgiera de la experiencia de otros y no de la suya propia”.
Mientras todos sin excepción contestaban que no, que no es posible escribir sin vivir, comprendí lo deshonesto de mi pregunta: estaba sugiriendo que un mundo es más real que otro: el mundo de las cosas y los cuerpos versus el mundo de las ideas. Todo el mundo tiene vecinos, o va a bares, o se pone enfermo. El que vive en una prisión o en un monasterio puede crear mundos ricos y fantásticos. La que dedica su vida a leer en un sótano puede enamorarse locamente a través de la pared o de internet. Entonces, ¿qué estoy queriendo decir? Ya sé que cuando no estoy tecleando frente al ordenador también estoy escribiendo, pero es posible que me haya estado autoboicoteando. Los libros no se escriben solos y tengo que empezar a priorizarlos, crear atmósferas posibilitadoras que no me resulten forzadas, aunque me parezca que vayan en contra del pulso de los días, en contra de mi propio latido acelerado. Tengo que dejar de escribir como si fuera un desafío a vida o muerte y a contrarreloj, un capricho, un juego escondido en los pliegues de los días. Tengo que dejar de hablar como si la escritura no fuera parte de la vida, como si no fuera eso lo que siempre he hecho, vivir y escribir. Escrivir.
Me has hecho llorar, así que conseguido tu cometido como poeta supongo.
Yo también trabajo y escrivo. O voy a caminar y escrivo, me ducho y escrivo, duermo y escrivo. Algunas necesitamos entrar y salir :)