Bailar juntos
Para una mayoría, las fiestas techno o raves son meras congregaciones de almas perdidas en naves industriales o claros en el bosque, y tienen parte de razón
La escena techno de Berlín ha sido incluida en la lista de patrimonio cultural inmaterial de Alemania y busca ser reconocida como Patrimonio de la Humanidad. Cuando leo el titular, pienso: claro, obvio, pero un segundo después me doy cuenta de que no lo es tanto y de que a la mayoría de la gente la noticia le resultará extraña o directamente de mal gusto. Para esa mayoría, las fiestas techno o las raves son meras congregaciones de almas perdidas en naves industriales o claros en el bosque. Pueden durar días, hasta la extenuación o la intervención policial. Danzas eternas alrededor de altavoces altos como farolas, en una rueda infernal de drogas y degradación. Y tienen parte de razón. A simple vista, estas fiestas no difieren demasiado del famoso cuadro del infierno de Peeter Huys, pero claro, hay más. Aprovecho que Unesco me brinda esta oportunidad para explicarme ante buena parte de mis amistades, que siguen mostrándose incrédulas cuando les cuento que después de una semana agotadora y rozando como rozo la cuarentena, otra vez fui a bailar entre amaneceres.
Poco antes de que apareciera la noticia, mi novio y yo visitábamos Berlín por primera vez. No planificamos los días que teníamos por delante: sabíamos que queríamos caminar mucho, visitar algún museo y que nuestro principal foco de interés eran las fiestas techno. De cuatro noches, salimos tres, y puedo decir que Berlín satisfizo nuestras expectativas. Descubrimos un estándar musical muy superior al de Barcelona, experimentación en géneros aparentemente estancos y una atmósfera potente y distinguida. Volvimos a casa felices, con el cuerpo cansado y el alma ligera.
Pocos días después del viaje, una de mis compañeras de trabajo entró a la oficina con un pequeño libro púrpura bajo el brazo, Raving (Caja Negra, 2023), de la catedrática especializada en estudios culturales y tecnologías de la información McKenzie Wark. Me lo prestó y empecé a leer. Resulta que Wark, de 62 años, volvió a las raves tras un parón de dos décadas, poco después de transicionar: “Me sentía mejor con mi cuerpo, pero el mundo seguía sintiéndose extraño [...] Gracias a las raves, la escritura volvió a aparecer, lentamente”. En un relato narcótico y enamoradizo, la ensayista cuenta sus andanzas en fiestas ilegales de Nueva York e intenta responder una sola pregunta: ¿Quién necesita la rave? Y ya puestos, ¿por qué la necesita?
Desde mi punto de vista, son muchos los beneficios de triturarse a golpe de beats en un mar de cuerpos sudorosos. Está el acto de apropiarse del espacio urbano y del espacio en general —a no ser que seas deportista o bailarina, ¿dónde puedes moverte sin miedo a romper nada?—, el entretenimiento expandido y las amistades transitorias. Está el juego —¡tan esquivo—, el ejercicio físico ilimitado, la desconexión digital en obediencia a la máquina, el olvido de la vergüenza y las obligaciones. Ystá la comunión, la disolución en un latido colectivo. Dice Wark: “En una buena noche existe la posibilidad de que algunas personas, durante unos pocos instantes, puedan liberarse”. Solo esto ya me parece muchísimo, un mix perfecto de gimnasia, lavado mental y tertulia en el parque con una relación calidad-precio imbatible. Las raves son pura evasión, pura disociación, por eso siguen siendo esenciales para el colectivo LGTBI y para muchos habitantes de la ciudad turbocapitalista: “Esta es la necesidad: durante unos pocos beats, o miles, no ser. No estar aquí. No estar en ninguna parte”.
Dicen que evadirse es lo contrario de cambiar las cosas, de comprometerse, pero diría que algunos disociamos para poder seguir estando aquí, para “resociar” con algo que aún no podemos nombrar. ¿Existe la disociación transformadora? ¿Qué es eso que no nos cansa y que hará que las raves nunca dejen de existir?
La noche del Viernes Santo me encuentro con una buena amiga por un motivo muy triste. Ha vuelto a la ciudad para despedirse de una persona demasiado joven, demasiado viva, con la que compartió una época de su vida, y a la que tuve la suerte de conocer. Charlamos sobre el hecho incomprensible de que A. ya no esté aquí y decido acompañarla al tanatorio al día siguiente. Cuando vuelvo a casa, encuentro a mi novio charlando apasionadamente con su alumno D., un irlandés de 50 años dulce y superdotado. Sabía que D. quería profundizar en sus conocimientos de producción musical y que conocía bien la escena electrónica europea. No sabía que había sido alcohólico, que era creyente y que durante una época de su vida se estuvo preparando para ser sacerdote. D. se levanta del sofá, me coge las manos y me da el pésame. Poco después decidimos salir a bailar. Al volver de la discoteca, mi novio se pone a pinchar en su pequeño estudio de luz tenue. D. pide permiso para quitarse los zapatos y me cuenta por qué cree que las fiestas techno deberían celebrarse en iglesias. Encuentro, tal vez, la pieza que faltaba: las raves son rituales, un vehículo para la espiritualidad más arcaica, la que tiene que ver con muchos cuerpos moviéndose al unísono, mirando al suelo o al cielo.
Es una de las noches más bellas, la música alzándonos más allá de la habitación, del bloque, casi podemos tocarla, God bless her. Llego al tanatorio de empalme, camuflada en unas gafas de sol de doble uso. A mi amiga le hace gracia porque a A. le hubiera encantado. Junto al edificio donde se oficia el funeral, a plena luz del día, el gran letrero de una discoteca cerrada se convierte en comentario obligado por parte de los asistentes: qué contraste, qué ironía, dicen entre lágrimas y narices húmedas. Al terminar la ceremonia, la imagen de ese mismo letrero aparece al final de una serie las fotografías seleccionadas por A., que nos recuerda ya desde otro lugar, en una broma sabia y mágica, que eso que siempre se nos escurre es lo que más vale la pena: Life is better dancing together.
Artículo publicado en ‘Galleta de la suerte’ (La Lectura, El Mundo)